“De un golpe abrí la puerta, y con suave batir de alas, entró
un majestuoso cuervo, de los santos días idos”
Edgar Allan Poe
La fiel literatura, saturada de personajes reales o irreales que nos hacen sentir la más amplia gama de emociones. Para personajes literarios, los hay de todo tipo: aguerridos y valientes; odiosos y vengativos; torpes e inconscientes; carismáticos principales, tímidos secundarios y tenebrosos antagonistas, en fin. Algunos, inspiradores de multitudes, alcanzaron la gloria y la inmortalidad. Otros más desgraciados, terminaron sus relatos en soledad y miseria, aunque esto también los convierta en inmortales. No obstante, algunos estuvieron acompañados por criaturas que con su fidelidad y valentía, contribuyeron al relato en igual medida que cualquiera de los otros personajes. Hoy, en un mundo donde muchos animales son víctimas del maltrato irracional, y otros tantos asisten a guarderías y a spa para combatir el estrés, quiero rescatar la dignidad literaria de algunos personajes animales libres de antropomorfismo a los que tal vez como lectores, hemos soslayado un poco.
En medio de una selva inclemente, el grupo esperaba el barco de vapor enviado por el cónsul a la orilla del río, pero tuvo que internarse en la selva para proteger al recién nacido de los apestados. Eran Arturo y Alicia, padres del niño, Griselda, Franco y Helí, y dos valientes sabuesos que los escoltaban llamados Mártel y Dólar; todos huyendo de la esclavización de las empresas caucheras en la Colombia del incipiente siglo XX expuesta en La Vorágine, de José Eustasio Rivera. Los intrépidos canes compartieron el fatídico destino de sus amos, no sin antes ajustar cuentas heroica y sangrientamente con el Cayeno, un astuto bandido que luego de procurar inmensos males a Arturo y a Alicia, trató de fugarse bajo las aguas del río. Luego de la batalla en la que emergieron victoriosos, Mártel y Dólar, desobedeciendo tal vez su instinto, se internaron en la espesura de la jungla con sus amos y de allí no regresó ninguno jamás.
Salomón es el nombre del elefante protagonista –de alguna manera– de la novela El Viaje del Elefante escrita por José Saramago en 2009. Basada en un hecho real, la obra narra los caprichos del rey Juan III de Portugal quién decide regalarle un elefante al archiduque Maximiliano de Austria. Acompañado de Subhro, su cuidador y personaje más cercano, Salomón partirá de Portugal, atravesará Castilla y el Mediterráneo, luego Italia, los Alpes y por último el Danubio para llegar a su destino: Viena. Salomón no es un animal guerrero, ni se enfrasca en una gran gesta a lo largo de la obra. Simplemente se limita a observar cómo todas las personas a su alrededor esperan algo de él y se ven tocados por su presencia, sin darse cuenta de que a pesar de sus dimensiones, su majestuosidad, y su condición de presente real, él es simplemente eso: un elefante.
“Barrabás llegó a la familia por vía marítima”. Cómo olvidarla, la frase con la que inicia y la misma con la que concluye La Casa de los Espíritus de Isabel Allende. Barrabás era un perro cuyo origen y raza siempre fueron desconocidos. Llegó en barco un jueves santo, escondido entre los muchos baúles repletos de cachivaches del tío Marcos. Era un perro de tamaño descomunal que siempre estaba cerca de Clara, su dueña, con excepción de algunos días al mes en que escapaba a realizar sus travesuras sexuales, la mayoría mortales para las “enamoradas” a causa de su desmesurada proporción. Solo aulló una vez en su vida: el día que murió Rosa, la hermana de Clara. El destino no halló peores desenlaces para un perro tan fiel a su ama como Barrabás: encontró la muerte bajo el cuchillo de un inconsciente carnicero quien lo empaló por el lomo, y luego fue convertido en alfombra por Esteban Trueba, esposo de Clara y a quien le pareció que ella apreciaría tan delicado y romántico detalle. Generaciones después, los ojos vidriosos del ahora felpudo Barrabás seguirían observando a los habitantes de la casa, tanto a los vivos como a los muertos.
Don Rodrigo Díaz de Vivar era un valiente caballero castellano al que le gustaba tener un nombre para todo. El Cid, como era llamado en ese entonces, dio un nombre incluso a sus dos espadas: Colada y Tizón. A su caballo lo llamó Babieca, que significa tonto, pero no porque así el Cid lo creyera; era más bien una expresión de cariño hacia quien él consideraba su amigo más fiel. Sobre este leal corcel existe un hermoso relato en la Leyenda de Cardeña, que no aparece en el Cantar del Mío Cid: Se dice que al morir el Cid, doña Jimena, su esposa, montó el cadáver sobre Babieca con el fin de hacer creer a sus enemigos que seguía con vida. Luego de esta última cabalgata, nadie nunca volvió a montar a Babieca, quien dos años después partió de este mundo a la extraordinaria edad de 40 años.
Mío Cid el bienhadado los ojos en él clavaba,
Por fin embraza el escudo, baja el astil de la lanza
Y espolea a su Babieca, el caballo que bien anda:
Ya va a atacar a los moros con el corazón y el alma
María, muriendo de amor en la hacienda El Paraíso, entre las hermosas montañas de Palmira, Valle del Cauca. Desde Londres viene Efraín en barco, en un viaje que no le tomará menos de un mes y medio, y del que no llegará a tiempo para verla con vida. Testigo silencioso de este trágico amor siempre fue el pobre Mayo, el perro fiel cazador de perdices de Efraín, quien sufrió con él la incertidumbre del amor de María, y quién sufrió con ella la ausencia de Efraín, la que vertiginosamente le arrastraría hacia la muerte. Luego de la muerte de María, Efraín deja nuevamente la casa paterna, esta vez para no regresar. En el camino de despedida Mayo, viejo ya, intentó cruzar el río para partir con su amo pero el caudal no se lo permitió, así que allí se quedó aullando por la pérdida de los dos que amó tal vez tanto como se amaron ellos mismos. Tan cierto como es que Efraín no regresó jamás, es que Mayo le esperó para siempre:
“Llegó mayo entonces, fatigado, y se detuvo a la orilla del torrente que nos separaba: dos veces intentó vadearlo y en ambas hubo de retroceder; sentóse en el césped y aulló tan lastimosamente como si sus alaridos tuvieran algo de humano, como si con ellos quisiera recordarme cuánto me había amado y reconvenirme porque lo abandonaba en su vejez”.
Algunos otros animales tienen también un glorioso lugar en la historia literaria: el cachalote albino del que la tripulación del Pequod pensaba era una bestia bíblica, en el clásico Moby Dick de Herman Melville; Rocinante, quién a pesar de ser un jamelgo desgarbado fue comparado por su jinete, el Quijote, con el mismo Babieca y con Bucéfalo, el caballo de Alejandro Magno; Colmillo Blanco, de Jack London, la historia del perro-lobo que renunció a su instinto salvaje por amor y gratitud a su amo; y por supuesto Platero, de Juan Ramón Jiménez, reivindicando la historia de los burros ante toda la humanidad.
La historia de la literatura nos quedará debiendo para siempre los cóndores de Cóndores no entierran todos los días, los perros de La ciudad y los perros, y las ratas de La rebelión de las ratas.