“Escribimos porque no queremos morir. Ésta es la razón profunda del acto de escribir”.
José Saramago, Las Palmas de Gran Canaria, 11 de marzo de 1993
La primera vez que leí algo de Saramago no pasé del tercer renglón. Era como si estuviera tratando de tragar algo intragable, casi ininteligible. No entendía ese retruécano constante salido de las convenciones de la escritura a la que yo estaba acostumbrado.
Sin embargo, así como dan vueltas las palabras en los textos de Saramago, quedan en la cabeza de sus lectores, y aunque esos primeros renglones sean a veces intransitables, son también sugestivos y apremiantes, y antes de que nos demos cuenta estamos de cabeza tratando de tragarnos todo ese nudo de formas, todo ese hipérbaton que trastoca el orden de los enunciados y nos hace entender las ideas por el final, como toreando el toro por el rabo. Saramago logró consolidarse en un estilo casi barroco, pero no inalcanzable para el lector común; es un equilibrio que no despoja de la magna belleza a su obra, pero que tampoco segrega al lector que a ella se acerque. Sus textos son un desafío, es casi como un “sigue, si te atreves”.
Respecto a los signos de puntuación, explicó varias veces que no es que prescinda de ellos. Sus signos están estructurados no para lo escrito sino para lo hablado. Para Saramago, escribir es como contar, y eso hace que su estilo sea un tanto particular. Aquí una fórmula propuesta por él mismo: Si no entiendes lo que dice, léelo en voz alta. Al leer a Saramago no debes oír en tu cabeza la voz de los personajes, sino la voz que narra lo que hacen los personajes.
Pero José Saramago no se detiene en lo novelístico. Prueba de ello es toda la prolífica construcción autobiográfica y crónica contenida en los Cuadernos de Lanzarote I y II, Las maletas del viajero, Viaje a Portugal, Las pequeñas memorias, El último cuaderno, entre otros varios. Tampoco contiene su crítica al paradigma religioso. En El Evangelio según Jesucristo, nos muestra a Jesús como un simple mortal víctima de un plan divino, en medio de la guerra histórica entre el bien y el mal, y que hace lo posible por desligarse de ella, no siendo él una deidad sino un individuo cualquiera al que la historia le adscribirá luego poderes más allá de lo terrenal, en un malentendido de los hechos. Dicha novela le costó a Saramago ser tildado de blasfemo, junto con algunos vetos en premios y reconocimientos literarios.
Abordó el problema de la identidad, de la ideología y de la ética en La Balsa de Piedra, novela en la que la península Ibérica se desprende de la plataforma continental por una grieta a lo largo de los Pirineos, y navega a la deriva hacia el sur. A partir de esta metáfora, Saramago denuncia cómo España y Portugal se han desligado de sus raíces europeas para encontrarse más estrechamente con los lazos latinoamericanos. En esta novela, la deriva no es sólo náutica, sino ideológica.
La intertextualidad también hace parte de su obra. En La muerte de Ricardo Reis éste, uno de los heterónimos (personalidades alternas de un escritor) más importantes de Fernando Pessoa, quien según éste último había emigrado a Brasil en protesta por la conformación de la República portuguesa y se desconocía el año de su muerte, es develado en su viaje por Saramago y se enfrenta a los conflictos de una realidad que nada tiene que ver con él. Saramago toma un alter ego de Pessoa, y le da el final que el mismo Pessoa no pudo darle. Le hace trascender más allá de su creador.
Su creación incluso le dio para transportar la prosa a otra época. En Memorial del convento, una obra que se ambienta en el siglo XVIII, narra una historia de amor enmarcada en un Portugal monárquico que no es más que medieval. Pero no contento con los lugares, monumentos, y personajes históricos reales que allí aparecen, transmuta la narrativa; esto es, escribe la obra como se hubiera escrito en el siglo XVIII; lo maravilloso es que esta atemporización de su prosa, lejos de hacer del texto una novela pesada, la convierte en una obra exquisita, que levita armónica entre la época en la que fue escrita y la que describe. Memorial del convento, escrita en 1982, es una de esas obras que por su complejidad es imposible de categorizar dentro de un solo movimiento literario. Aún más, muestra de qué es capaz la pluma de José Saramago, sienta un precedente y consolida su estilo hasta la aparición del Evangelio según Jesucristo en 1991, y una de sus novelas emblemáticas, Ensayo sobre la ceguera, de 1995.
Desde su tímido y fallido intento con Tierra de pecado en 1947, hasta 1975, José Saramago no escribirá casi nada. Durante este lapso trabajará como periodista, editor, comentarista cultural, pero su oficio como escritor propiamente dicho estará cerrado. En 1980 se publica Levantado del suelo, su primera gran novela y se marca el verdadero inicio de una prolífica carrera –a los 58 años–, con premio Nobel incluido, en donde su pluma no va a descansar sino hasta el fin de sus días en el año 2010.
Periodista, dramaturgo, cronista, poeta, Saramago es un genio, sí, pero jamás tardío. Permitió a su prosa descansar casi tres décadas porque “cuando no hay nada que decir, es mejor no decir nada”, para luego resurgir de entre las cenizas como el fénix, con una obra magistral, extensa, y extremadamente rica. Su carrera es la prueba de que la genialidad no tiene nada que ver con la juventud. Marcó un hito en nuestra época por su estilo sin igual que rompe historicidades y paradigmas, pero que a la vez critica modelos políticos y religiosos, e invita a la reflexión ética y moral. Ateo y comunista, fue rebelde hasta con la escritura misma. Sin duda Saramago es uno de los grandes exponentes de la literatura universal, y cumplió solemnemente con el deseo que expresa en su frase al principio de este escrito: José Saramago, no morirá jamás.