Con las piernas tendidas al sol, no es que Charlie y yo estuviéramos hablando realmente, sólo intercambiábamos los pensamientos que nos pasaban por la cabeza, sin prestar demasiada atención a lo que el otro decía. Eran momentos agradables, en los que, mientras tomábamos un café, dejábamos correr el tiempo. Cuando me contó que había tenido que administrarle una inyección letal a su perro, me sorprendió, pero sin más. Un chucho que envejece mal siempre resulta triste, aunque después de quince años conviene ir haciéndose a la idea de que un día u otro tendrá que morir.
—Entiéndeme, no podía hacerlo pasar por perro pardo.
—No, los labradores no suelen ser de ese color, pero ¿qué enfermedad tenía?
—No se trata de eso, simplemente no era un perro pardo.
—Caray, ¿así que ahora harán como con los gatos?
—Sí, igual.
Ya sabía de qué iba la cosa de los gatos. El mes pasado, me había visto obligado a librarme del mío, un gato de azotea que había tenido la ocurrencia de nacer blanco con manchas negras. Es cierto que la superpoblación de gatos resultaba insoportable y que, según afirmaban los científicos del Estado nacional, más valía conservar los pardos. Sólo los pardos. Todas las pruebas de selección confirmaban que se adaptaban mejor a nuestra vida urbana, que sus camadas no eran tan numerosas y que comían mucho menos. Al fin y al cabo, un gato sólo es un gato y, como de algún modo había que resolver el problema, adelante con el decreto que instauraba la eliminación de los gatos que no fueran pardos. Las milicias urbanas repartían gratuitamente bolitas de arsénico. Mezcladas con la comida, mandaban a los mininos al otro barrio en menos que canta un gallo. Tuve el corazón en un puño, pero el tiempo lo cura todo.
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Con los perros, la cosa me sorprendió un poco más. No sé por qué, quizá porque son más grandes o porque, como suele decirse, son el mejor amigo del hombre. Sea como fuere, Charlie acababa de contármelo con la misma naturalidad con la que yo había contado lo de mi gato, y probablemente tenía razón. Demasiada sensiblería no lleva a ninguna parte, y, en el caso de los perros, sin duda es cierto que los pardos son más resistentes. No teníamos mucho más que decirnos y nos despedimos con una extraña sensación. Como si no nos lo hubiéramos dicho todo. Incómodos. Pasado un tiempo, fui yo quien le contó a Charlie que el periódico El Diario de la ciudad no volvería a salir. Frank Pavloff No se lo podía creer: ¡el periódico que él abría todas las mañanas mientras tomaba su café con leche!
—¿Se han arruinado? ¿Huelga, quiebra?
—No, no, ha sido por el asunto de los perros.
—¿De los pardos?
—Sí, como siempre. Cada día se metían con esta decisión nacional. Llegaban al extremo de cuestionar los resultados científicos. Los lectores ya no sabían a qué atenerse, ¡algunos incluso empezaron a esconder a sus chuchos!
—No se puede jugar con fuego…
—Eso es, han terminado forzando el cierre del periódico.
—Pues vaya, ¿y qué hago con los resultados de las carreras?
—Pues que si quieres estar al día, tendrás que comprar el Noticias Pardas, es el único que queda. Parece ser que en lo que a carreras y deportes se refiere, no está mal.
Ya que los demás se habían pasado de la raya, algún periódico tenía que quedar en la ciudad, al fin y al cabo tampoco podíamos quedarnos sin noticias. Aquel día volví a tomar un café con Charlie, pero me incomodaba convertirme en lector de Noticias pardas.
Sin embargo, a mi alrededor los clientes del bar continuaban su vida como si nada: seguramente me equivocaba al preocuparme.
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Después le llegó el turno a los libros de la biblioteca, una historia que sigue sin estar clara. A las editoriales que pertenecían al mismo grupo financiero que El Diario de la ciudad las perseguía la justicia y sus libros habían sido retirados de los estantes de las bibliotecas. También hay que decir que si uno leía con atención lo que esas editoriales seguían publicando, se tropezaba con la palabra perro o gato al menos una vez por volumen, y probablemente no siempre acompañada de la palabra pardo. Digo yo que debían saberlo.
—Tampoco hay que pasarse -decía Charlie-, compréndeme, la nación no gana nada tolerando que se esquive la ley, y que se juegue al gato y al ratón. Pardo -añadió mirando a su alrededor, ratón pardo, por si acaso alguien hubiera escuchado nuestra conversación.
Como medida de precaución, habíamos adoptado la costumbre de añadir pardo o parda al final de las frases o después de las palabras. Al principio, pedir un pastís pardo nos resultaba un poco raro, pero, al fin y al cabo, el lenguaje está hecho para evolucionar y no resultaba más extraño caer en el pardo que añadir joder o mierda a cada momento, como suele hacerse por estos lares. Así, por lo menos, nadie nos miraba mal ni se metía con nosotros.
Incluso acabamos acertando en las carreras. Oh, no el gordo, no, pero de todos modos sacamos nuestro primer premio pardo. Eso nos ayudó a aceptar las molestias de las nuevas reglamentaciones.
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Un día, con Charlie, lo recuerdo perfectamente, le había invitado a mi casa para ver la Final de la Recopa, nos partimos de risa. ¡Se presentó en casa con un perro nuevo!
Magnífico, pardo desde la cola al hocico, de ojos marrones.
—¿Lo ves? Al final ha resultado ser más cariñoso que el otro, y me obedece con un gesto o una mirada. Tampoco se trataba de montar un drama por el labrador negro.
Apenas acaba de pronunciar esta frase, su perro se precipitó debajo del sofá ladrando como un poseso. Y ladra que te ladra, que por muy pardo que yo sea, ¡no obedezco ni a mi dueño ni a nadie!
Y entonces Charlie comprendió.
—No, ¿tú también?
—Pues sí, ahora verás.
Y, de repente, mi nuevo gato salió disparado como una flecha y se puso a escalar las cortinas hasta refugiarse en lo alto del armario. Un minino de mirada y pelo pardos. ¡Cómo nos reímos! ¡Menuda coincidencia!
—Hazte cargo -le dije-, siempre he tenido gatos, así que… ¿A que es bonito?
—Magnífico -me respondió.
Luego encendimos la televisión, mientras nuestros animales pardos se vigilaban de reojo.
Ya no recuerdo quién ganó el partido, pero sí recuerdo que lo pasamos la mar de bien, y que nos sentíamos seguros. Como si el hecho de hacer simplemente lo que le convenía a la colectividad nos hiciera sentir más confiados y simplificara nuestras vidas. La seguridad parda podía tener su lado bueno.
Claro que pensaba en el niño con el que me había cruzado en la acera de enfrente y que lloraba por su caniche blanco, muerto a sus pies. Aunque, al fin y al cabo, si escuchaba bien lo que le decían, los perros no estaban prohibidos, sólo tenía que buscar uno pardo. Incluso podía encontrar cachorros. Y, al igual que nosotros, se sentiría en regla y pronto se olvidaría del anterior.
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Y ayer, increíble, yo que creía vivir en paz, estuve a punto de caer en manos de los milicianos de la ciudad, los que llevan uniforme pardo, los que no se andan con chiquitas. No me reconocieron, porque son nuevos en el barrio y todavía no conocen a todo el mundo.
Yo me dirigía a casa de Charlie. Los domingos, echamos una partida en casa de Charlie. Llevaba un paquete de seis cervezas en la mano, nada más. Habíamos quedado para darle a la baraja durante dos, tres horas, y comer un poco. Y, de pronto, sorpresa total: la puerta de su apartamento echada abajo y dos milicianos plantados en el umbral, dispersando a los curiosos. Fingí subir a un piso superior y volví a bajar en ascensor. Abajo, la gente hablaba a media voz:
—Yeso que era un auténtico perro pardo, ¡lo vimos con nuestros propios ojos!
—Sí, pero, según dicen, ocurre que antes tuvo un perro negro, no pardo. Uno negro.
—¿Antes?
—Sí, antes. Ahora, haber tenido uno que no era pardo también es delito. Y eso resulta muy fácil de averiguar, sólo hay que preguntárselo al vecino.
Aceleré el paso. Un reguero de sudor me empapaba la camisa. Si haber tenido uno antes constituía un delito, lo tenía claro con la milicia. Todo el mundo en mi escalera sabía que había tenido un gato blanco y negro. ¡Antes! ¿A quién diablos se le iba a ocurrir algo así?
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Esta mañana, Radio Parda ha confirmado la noticia. Es probable que Charlie forme parte de las quinientas personas que han sido detenidas. El hecho de que recientemente hayas comprado un animal pardo no significa que hayas cambiado de mentalidad, han dicho.
«Haber tenido un perro o un gato no conforme, en la época que sea, constituye un delito.» El locutor llegó a añadir: «Injuria al Estado nacional».
Y tomé buena nota de lo que dijo a continuación. Aunque personalmente no hayas tenido un perro o un gato no conforme, si alguien de tu familia, un padre, un hermano, una prima por ejemplo, ha tenido uno, aunque sólo sea una vez en la vida, corres el riesgo de tener graves problemas.
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No sé adónde se han llevado a Charlie. Creo que se están pasando. Es una locura. y yo que creía estar tranquilo por un tiempo con mi gato pardo.
Claro que, si buscan antes, se van a hinchar a detener propietarios de perros y gatos.
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No dormí en toda la noche. Debería de haber desconfiado de los Pardos desde el momento en el que nos impusieron su primera ley sobre animales. Al fin y al cabo, mi gato era mío, Igual que el perro de Charlie ¿cómo? Todo va tan deprisa, el trabajo, los problemas cotidianos. Los otros también bajan los brazos para estar un poco tranquilos, ¿no?
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Alguien llama a la puerta. Nunca ocurre tan temprano. Tengo miedo. Todavía no ha amanecido, fuera, el cielo todavía está pardo. Pero basta de dar esos golpes tan fuertes, ya voy.
Franck Pavloff, Mañana parda (2003).